jueves, 24 de noviembre de 2011

ANICETOS - Liliana Marengo

A Aniceto le encantaba la riña de gallos. Desde muy pequeño, su padre lo llevaba a que viera junto a él semejante espectáculo. En un principio, le daba cierta pe-na y asco, pero a medida que se fue acostumbrando al entretenimiento, fue per-diendo esas sensaciones, para apoderarse de otras. Entre ellas, la adrenalina que se incrementaba, en la puja por el éxito. Y el estado posterior, repartido entre ganadores y perdedores, divididos por esa marca, que luego se dibujó en su propio corazón.

Con el tiempo, su sueño, era llegar a grande y comprar sus propios gallos. Así que con la primera changa, adquirió el primer gallo, al que le puso Amor. No fal-tó mucho, para comprar el segundo, cuyo apodo fue ni más ni menos que Odio.
Tendría que haberlo visto a Aniceto preparar a esos inocentes animales. Lo único que le faltaba era hablarle y con qué cariño los atendía.

Ese mismo Aniceto era el luego los abandonaba al reñidero, y gozaba con el desplume doloroso que sumaba puntos a la función pública.

Luego, casi desfallecidos, después de terminada la contienda, era Aniceto quien con toda delicadeza curaba sus heridas, forjando un vínculo indisoluble con sus gallos. A veces pienso que Aniceto no es un mal tipo, sino que tiene la necesidad de ser amado. Al menos, así me conquistó a mí. Tiene épocas buenas y épocas ma-las. En las buenas, viera qué ternura mi Aniceto. Pero no le ocurra acercarse cuando está enojado. Hay que hacerse a un lado. Es como el gris, mitad blanco y mitad negro.

Eso sí, cuando lloro es extremadamente cariñoso. Me abraza, y hasta se deja matar por mí.

Es raro, uno no sabe nunca con quién está.

Pareciera que tuviera el corazón dividido en dos, pero es uno. El amor de mi vida, mi Anicetos.

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